lunes, 20 de enero de 2014

Veleros en Portosín

   Tras el cristal helado de mi ventana, que me protege del crudo invierno castellano, me viene a la memoria una y otra vez las soleadas tardes de verano en Portosín.
   Desde el horizonte, el sol lanza rayos dorados sobre la costa, incrementando la luz de las fachadas y los blancos cascos de los veleros, que a su vez se miran en el mar ondulantes y coquetos.
   Sus tiesos mástiles, serpentean en el agua cual culebras bailarinas y banderolas y cabos sueltos son acariciados por la brisa del mar.
  Me prometí a mi mismo que no volvería a encariñarme con más sitios, pero, la belleza insultante de este pueblo, me atrapó desde el primer día. Creo que no me equivoco si dijera que me gustaría  vivir mis últimos días paseando por sus playas  de arenas blancas y sus verdes montes que se asoman con descaro al Atlántico. Y si por casualidad, mientras vas paseando por el muelle, arriba un barquito repleto de los frutos más preciados de la ría, y las gaviotas empiezan a danzar sobre tu cabeza entonando  una sinfonía de armoniosos graznidos, y los lugareños y turistas curiosos se acercan a la orilla a ver la fresca pesca, entonces compañero, si que ibas a comprender mi entusiasmo por este rincón gallego.

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